21 nov 2015

Huele

Dicen que todo depende de la forma en que se miren las cosas, de sus colores, de sus texturas. Pero hoy no vengo a hablar de nada de eso. Aquello que me ha venido a la cabeza en este ventoso sábado son los olores.

Esos que son recuerdos, fracasos y victorias. Aquellos que fluyen, que no se pueden tocar ni ver, pero que embriagan la vida. 
¿A qué huelen las caídas?, ¿a qué huele el amor?, ¿y el desamor?. 
Hay un olor que embadurna cualquier soledad, cualquier tarde tonta en la que amanece demasiado temprano. Hablo del olor a lluvia, que como elemento purificador del corazón arrastra nuestros miedos y se lleva todo lo malo. Son un poco las lágrimas del universo, el consuelo del mundo que se va derramando en los cristales de tu habitación.

Un beso. Realmente, ¿eso huele? 
Quizás, y solo quizás, lo malo que tiene esto de los aromas, es que nos acostumbramos demasiado fácil a ellos. Es por esto por lo que al final, esos olores que nos vienen a recordar el ayer, suelen ser de cosas importantes, de momentos relevantes, de instantes desgarradores. 
El primer beso. El último beso.
Y sí, eso... huele. 
Estamos tan absortos en las cosas que nos pasan o que no nos pasan, que al final, no disfrutamos de los olores más sencillos. El olor de un cuerpo, de una ropa, el de un perfume, ese característico aroma que detectas cuando entras a un hogar en concreto. 
El del café recién hecho, el de la resaca, el de la duda, el de una carcajada dejando escapar tanto.

Huele el olvido, los tropiezos, el corazón, los malos gestos.
Huele el quizás, los recuerdos, las viejas fotos, los cuerpos revueltos que buscaban algo  de calor.
Huele el alma ajena, las caricias que erizan la piel, las risas que hacen perder conciencia, y con razón.
Y es que lo que más huele, no se ve.
Y sí, hoy huele.

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